viernes, 27 de febrero de 2015

La antológica irracionalidad del miedo embustero

Me levanté a las 4:30 am porque el taxi pasaría 1 hora mas tarde ya que tenia que estar en el aeropuerto a las 6 am. Cogió la Javier Prado, que a esa hora está totalmente libre, lo que emocionó al buen taxista, quien al parecer estaba manejando bajo las influencias del “pisa, pisa”.  Más de uno tendrá la fantasía de tener la Javier Prado vacia. Yo también hubiera “pisado, pisado”.

Llegamos al aeropuerto en increíbles 20 minutos. Fui rápido a la zona de embarque para disfrutar de ese tiempo tan placentero en el aeropuerto previo al vuelo. Amo los aeropuertos y sus tienditas super caras que venden cosas que no comprarías en una tienda de la ciudad, pero en el aeropuerto si a pesar que sabes que no las necesitas. El olor a café, los avisos en los altavoces, la gente sacándose la ropa en los controles de seguridad, el sonido de las rueditas del carry on, todo en conjunto hace que los aeropuertos sean de mis lugares favoritos. Sólo de ida.


Mientras espero el embarque, tomo un café aguado que por la coyuntura me sabe a gloria. Mi vuelo salió puntual y aterrizó en Chiclayo justo en hora.  Chapar un taxi a Pimentel dentro del aeropuerto cuesta 25 soles, pero si caminas 15 metros hasta la puerta de salida, te cobran 15 o menos si eres buen negociador. El camino dura poco menos de media hora, sobretodo porque la gente se lo toma todo de una forma tan tranquila, que los que vivimos en Lima no estamos acostumbrados. La carretera vacia y no pasaba de 60 km/h. Seguro el taxista que me llevó al aeropuerto en la mañana, contaminado por el tráfico limeño, hubiese llegado en 15.

La semana anterior al viaje me la pasé googleando que se podría hacer además de estar en la playa. La última vez que estuve por ahí el muelle de Pimentel daba pena por lo viejo y descuidado. Pero lo habían remodelado y encontré videos provocativos de gente tirándose del muelle.

“Eso quiero hacer” pensé. “Me voy a tirar del muelle”.

Llegamos a Pimentel sobre las 10:30 am. Luego de instalarnos e ir a comprar víveres para el fin de semana, lo primero que hicimos fue ir al muelle para acabar con la ansiedad. Una vez que tomas una decisión ya no te echas para atrás, así que mejor acabar con el sufrimiento.

Entrar al muelle cuesta 2 soles, muy barato sobretodo teniendo en cuenta que con el ticket puedes entrar todas las veces que quieras. El muelle ahora está bien cuidado y limpio, pero claro, las maderas un poco viejas porque se dice que el muelle fue construido allá por 1911. Toda la longitud del muelle,  690 metros, está atravesado por una via férrea que se usaba para sacar los vagones con pescado. Aunque sinceramente a mi me parece que mas de 400 m. no tiene. Me fallará el odómetro.

El muelle es de madera, con soportes metálicos y barandas ambos lados. Tiene banquitas en los costados para los románticos y unos faros de luces que le dan ese aire tenebroso cuando lo miras de lejos por la noche. Dentro tiene una cafetería y la final una tienda en la que venden cosas que no vi por estar concentrado en el show que estaba próximo a protagonizar. Hay chalecos salvavidas y flotadores en casi todo el muelle, supongo que para ser lanzados en caso alguien con poca pericia, caiga al agua.

Mientras caminaba hacia el fondo miraba la altura sobre el mar, no parecía mucha, pero claro, estaba psicológicamente protegido por las barandas. A pesar que me iba concientizando que tan sólo eran unos 2 ó 3 metros de caída y que sería muy fácil, los nervios iban en aumento. Todos tenemos un pecho pero casi nunca lo sentimos. En este momento mi pecho se empezó a hacer notar.

No sé cuándo o cómo empezó mi miedo por las alturas. Recuero muchas veces de niño, soñaba que caía al vacío y me despertaba como rebotando en la cama, como si hubiese caído de verdad. Cada vez que estoy en un edificio me cuesta asomar la cabeza hacia el suelo, siento que me voy a caer y que todo a mi alrededor empieza a moverse, a bailar. En España viví en un 9° piso, pero  me percaté de ello cuando ya estaba instalado. La ventana de mi cuarto daba al patio central y cada vez que me asomaba me daba un vértigo que para que les cuento. Decidí quitarme ese miedo sacando medio cuerpo fuera de la ventana mirando hacia abajo una vez por dia, por unos segundos. Así me acostumbré y le perdí el miedo a esa ventana. Pero cuando salía al balcón que daba a la calle, me seguía dando la sensación que iba a caer y tenía que agarrarme fuerte de la baranda y no  miraba hacia abajo en línea recta.

La gente en el muelle miraba el mar o tomaba fotos desde una posición segura, detrás de la baranda. Todos se veían tan tranquilos mientras mi pecho saltaba cada vez más. Llegamos a unas escaleras que bajaban hacia una plataforma que disminuía la altitud más de la mitad. Siguiendo la plataforma había una rampa empinada y luego estaba el mar. En la plataforma había un pescador esperando suerte. Le pregunté, súper decidido, que si por ahí se podía subir del mar hacia la rampa que subía a la plataforma donde estábamos. Dada su afirmativa respuesta decidí que ese sería el punto de “inmersión”.

Subí de nuevo por la rampa hasta el muelle, me saqué la ropa y me metí por debajo de la baranda justo para lanzarme. El pescador empezó a gritar riéndose “se va a tirar, se va a tirar”, justo lo que necesitaba para que una banda de curiosos con cámara en mano se acercaran a ver.

Una vez fuera de la seguridad de la baranda, parado en la porción de madera de unos 40 cm que la sobresale, miré hacia abajo y ya no me parecía tan bajito, ni tan facilito. Puse los brazos en jarra por detrás de la espalda para agarrarme bien de la baranda mientras no podía sacar la mirada de la porción de distancia que me separaba del mar. Imposible que fueran 3 metros. Me dijeron que según como estaba la marea, la altura era 6 a 8 metros. A esa altura ya no hay olas, pero las ondas del mar se movían hipnóticamente como invitándome a saltar. Los curiosos que tenían la cámara lista hablaban y hablaban, pero yo sólo escuchaba al pescador que me gritaba “tírate lejos, lejos del muelle”.

En ese momento mientras miraba fijamente el mar, se me vinieron todos los recuerdos de los sueños cayendo, despertando rebotando en mi cama, del piso 9, de cuando crucé las rampas del techo del estadio nacional a 35 metros de altura desenganchando el arnés para pasar de una rampa a otra, hasta me acordé del perro que una vez me persiguió ladrando mientras iba en mi bicicleta con rueditas de la cual tuve que saltar para escapar corriendo, cayendo de rodillas, haciéndome un tajo tremendo que me hizo quedar tirado en el suelo de dolor mientras el perro me ladraba directo a la oreja. Esto último no tenia nada que ver, pero igual se me vino a la cabeza.

De 6 a 8 metros. Es como tirarse de un banquito puesto en el tercer piso de un edificio.  Osea como subir a un banquito en el techo de un segundo piso. Hay gente que no tiene vértigo y no le da miedo. Una vez una amiga cruzó de su balcón al de su vecino en un sexto piso, porque se les había quedado la llave dentro. A mi la altura me hace sudar frio, de miedo.

10 minutos ahí parado mientras la gente me decía que me tire o que me vaya por donde vine, pero que haga algo!! Pero yo estaba con el corazón en la boca, sin poder moverme.

En mi cabeza una lucha continua diciéndome que no iba a pasar nada, que no había mejor sensación que la de superar un miedo irracional, pero mi cuerpo no se movía ni un poquito, ni para delante, ni para atrás.

Hasta que por fin, se movió. 


(Fotos sacadas de la web https://www.facebook.com/muelle.de.pimentel/photos_stream)

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