domingo, 21 de abril de 2019

El pantalón roto y el culo al aire

Eran aproximadamente las 7:30 am cuando la movilidad me dejó en la puerta del colegio. Desde la entrada hasta el patio podrían ser unos 5 minutos caminando, así que empecé a correr con todas mis fuerzas para llegar rápido.

No era porque quería estudiar o algo, porque la verdad me interesaba muy poco.  Pasaba que aproximadamente a  las 7:45 am ya deberíamos estar formados para rezar y cantar antes de entrar a clases. Todos ahí bien rígidos como soldaditos sin respirar mucho y por supuesto sin pestañear, porque nos caía un golpazo de parquet en la mano inhábil, pues a la mano hábil le esperaban horas de apuntar y apuntar dictados absurdos. Es que en esa época, al parecer, todavía no se enteraban de la utilidad de los libros, razón aparente por la cual nos obligaban a apuntar absolutamente todo.

Lo que sucedía entes de esa hora era lo realmente importante:  jugar fulbito en el patio del colegio con una pelota de trapo llena de papeles.


Entonces, teníamos unos 7-8 minutos, desde que llegábamos a nuestro patio por la mañana hasta que tuviéramos que estar todos formaditos. Esos minutos previos eran libertad efervescente en un colegio marcadísimo por la disciplina. 

Nos juntábamos con los amigos, ahora hermanos de la vida, y jugábamos fulbito con toda la pasión posible. Esos minutos de la mañana eran el primer tiempo del partido trascendental que se realizaría durante todo el día. El recreo de las 10:30 am era el segundo tiempo de 20 minutos y el recreo  de la 1 pm, era el tercer tiempo de unos 10 minutos.  Ese era todo el tiempo que teníamos para luchar con el cuchillo entre los dientes, para ser “campeón de fulbito del día”.

Durante aquella mañana la pasión desbordaba nuestra energía, como si se tratara de los últimos minutos de alguna final de un mundial. Sin llegar a tener sobrepeso, yo era bien alimentadito y casi todo se me acumulaba en las piernas y en el derrier, con lo que el pantalón del colegio, esos plomos de polystel que usaban todos los colegios sin rasgos distintivos, me quedaba un poco apretadito.

En una jugada trascendental para anotar un gol, a un goleador nato no se le puede pedir falta de ambición que evite lanzarse con todo a por un rebote, al estirar la pierna para empujar la pelota hacia el arco que estaba en los bebederos de mayólica azul y meter otro gol, el pantalón se rompió por todo el tiro, con lo que prácticamente me quedaron 2 pantalones, uno para cada pierna, dejando todo lo demás bien ventilado al aire libre.

Realicé un rápida evaluación de daños y el resultado fue crudo: la rotura del pantalón me había dejado como novel vedette que mostraba más de lo deseado.
En ese momento empecé a sentir una inundación de sangre en la cara, aumento de ritmo cardiaco y sensación de pequeñez extrema: terror.



Como siempre, intenté mantener la postura e imagen de macho duro e inalterable, pero por dentro me estaba cargando la chingada. Fui corriendo hasta mi mochila para sacar la cinta adhesiva, ya que según la mentalidad de un niño de 9 años, con eso pegaría ambas partes del pantalón y arreglaría el problema.

Corrí como alma que lleva el diablo. Hasta que escuché el primer “JA”. 

Eso me derrumbó, ya no había marcha atrás. Empezaron los gritos que avisaban a toda voz de mi impúdica y desvergonzada presencia.

No habían pasado ni 5 minutos y ya tenía a medio colegio señalándome y riéndose muchísimo, que me hizo pasar de sentirme el goleador de Perú en los mundiales, al gordito potón que se le rompía el pantalón, rojo como un tomate, pegado a la pared para no pescar un resfrio.

A partir de ahí, empecé a depender de la opinión social, pero no me daba cuenta.

Muchos años después, habiéndome dado cuenta de ello, hago cosas que nunca pensé que era capaz de hacer, incluso a propósito, buscando el posible señalamiento social, para seguir enterrando ese anacrónico paradigma que nos hace creer que la forma en que nos sentimos está determinada por los pensamientos que se originan en la cabeza de otras personas.

Este paradigma es uno de los más poderosos autosaboteadores que apaga el brillo de la gente, mata sueños y realidades por crear, privan al mundo de la creatividad dormida y nos mantiene viviendo en modo fotocopia.

Y queda un largo camino, asi que intento cada que pueda, hacer algo que me daría roche.



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